LEO ACHILLI
Domingo

En cana

'Por qué y cómo castigamos?' es un valioso intento por comprender sin héroes ni villanos la situación de la justicia penal, pero en su esfuerzo por desapasionar termina siendo un poco soso.

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¿Por qué y cómo castigamos? Un nuevo enfoque para entender la justicia penal
Philip Goodman, Joshua Page y Michelle Phelps
Siglo XXI, 2024
272 páginas, $23.990 

 

¿Por qué y cómo castigamos?, del trío de sociólogos estadounidenses Philip Goodman, Joshua Page y Michelle Phelps, se propone cambiar una teoría muy extendida en la universidad, en la política y en los medios de comunicación sobre el sistema penal en los Estados Unidos. Lo que ellos llaman “la narrativa metafórica del péndulo” insiste en que el régimen criminal en el país oscila, según la época, entre un extremo y otro: va del lado progresista, centrado en la rehabilitación, a otro más conservador y punitivista. Su objetivo es mostrar que no es tan así y que en cada época han convivido elementos progresistas y convervadores, en los que cada actor del sistema ha intentando responder lo mejor posible a los incentivos a su disposición.

Para cambiar la narrativa, el libro empieza contando de nuevo la historia completa del sistema penal norteamericano. Empieza por la creación de las prisiones en los finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, que fueron la forma republicana de combatir el retrasado estilo monárquico de castigar corporalmente o sacrificar a los delincuentes. Y llega hasta el reciente giro que la segunda década del XXI parece dar hacia desarmar el “Estado carcelario” de finales del siglo XX. 

Vemos los cambios a través del tiempo, vemos que el sistema tiene idas y venidas entre ideales de tipo progresista y de tipo conservador y, por la forma en que los autores narran esta historia, vemos que para entender mejor es preciso quitar la metáfora del péndulo, que los autores llevaron incluso al título original del libro (Breaking the pendulum, publicado en 2017) . En efecto, ningún cambio funciona como propone la imagen del vaivén entre dos puntas opuestas, ningún cambio proviene de un pico del sistema y salta al otro. Ningún cambio es una ruptura total con lo anterior, como la narrativa erróneamente sugiere. Ese es el gran error que el libro propone corregir: si contamos la historia sin pensar en el movimiento del péndulo, dicen los autores, encontramos que distintas orientaciones penales, políticas y prácticas conviven en las épocas, porque los derrotados de una época no se retiran, sino que siguen teniendo poder, influencia y condicionando el sistema.

Dejar de lado la narrativa del péndulo, además, nos evita cometer otro error: los cambios retóricos de una época no son necesariamente cambios prácticos.

Dejar de lado la narrativa del péndulo, además, nos evita cometer otro error: los cambios retóricos de una época no son necesariamente cambios prácticos. En distintos momentos, uno ve que diferentes actores de la vida judicial y política hablan de cambios en la orientación del sistema que no terminan llevándose a cabo. Y acá quiero destacar un posible aprendizaje importante para académicos y lectores comunes: esta discordancia no ocurre, como suele pensarse, porque los políticos, los funcionarios o las élites mientan, sino porque, como en cualquier institución, en el sistema penal en este caso hay muchos actores que juegan y que tienen poder. Administradores, funcionarios, policías, jueces, guardiacárceles, periodistas y presos, entre otros, que suelen no estar de acuerdo entre sí y disputan los cambios, sean en la orientación que sean. Y esas disputas son las que moldean el sistema penal. 

Así, el argumento central del libro no sólo no es complejo, sino que es incluso bastante obvio, lo que en el ámbito intelectual, en general, y en el académico, en particular, es indispensable decir con claridad. Es la lucha, la disputa entre actores del sistema, y no la oscilación mecánica y predecible de un péndulo, la fuente del desarrollo penal. A esto, los autores, le llaman la perspectiva agonista. En todas las épocas hay grupos que disputan entre sí: algunos tienen preponderancia, pero los otros, retadores, que tenían la centralidad antes, siguen jugando y moldeando el sistema.

Nada es todo 

En los capítulos históricos, ¿Por qué y cómo castigamos? se permite indagar una multiplicidad de historias que ocurren en distintos estados de Estados Unidos y muestran cómo actores distintos lidian con el sistema a la largo de los 250 años de vida del país. Los autores cuentan esas historias bajo la óptica agonista. Y así, en la misma línea de enseñanzas obvias, pero necesarias, estos sociólogos muestran que ninguna institución, sea un estado, un gobierno, una administración carcelaria, una cárcel, es una “institución total” o monolítica, en la que todo ocurre de una mismo modo. 

Así uno ve que en las tempranas décadas del siglo XIX, cuando muchos funcionarios quisieron abolir los castigos físicos, por un primer ideal de reforma y rehabilitación de los presos, reinó en varios estados una sana intención de construir, con ayuda de la institución penitenciaria, una sociedad más ordenada. Pero, a la vez, notamos que en cárceles como Auburn en Nueva York, donde en contra de otros estados, se permitía –en clave, digamos, más progresista– a los presos trabajar gregariamente y no se los aislaba a tiempo completo, empezaron a aparecer problemas de desorden, contrabando, indisciplina y violencia. Por ello, los administradores, que al final debían hacer funcionar una cárcel lo mejor posible, a pesar de creer en el ideal reformador, tuvieron que combatir estos problemas apremiantes con ciertos elementos de represión física, aislamiento temporario y estricto trabajo arduo, que venían de las ideas previas a la creación de la penitenciaría.

Los autores muestran cómo durante la época de gloria del progresismo penal en California también había una fuerte forma de control sobre los presos mediante esas mismas herramientas.

Lo mismo del otro lado del espectro. Los autores muestran cómo durante la época de gloria del progresismo penal en California, cuando los programas de educación secundaria y universitaria llegaban a la mitad de los presos del estado, también había una fuerte forma de control sobre los presos mediante esas mismas herramientas. Al manejar programas educativos, los funcionarios y administradores tenían nuevos poderes y podían usarlos para premiar y castigar a los internos. Y así lo hacían, en muchas ocasiones: quienes seguían mejor la disciplina de la cárcel gozaban de más beneficios que quienes no. Entonces, al final, dar más beneficios desde el Estado podía significar exigirles más cumplimiento y control disciplinar.

Es decir, las mismas personas que quieren promover un ideal no sólo se encuentran con el grupo que les disputa, sino que además con la realidad patente que hace al asunto disputable. No sólo retórica sino también la realidad. Y uno agradece, como lector, que los autores promuevan una teoría que deja espacio para que la realidad se cuele: administrativos penitenciarios intentando ajustar sus propias cárceles porque algunos asuntos se les escapan; políticas generales que tienen muchos objetivos agradables, pero que en la especificidad de la vida carcelaria son poco importantes y, a veces, hasta perjudiciales. Uno ve a los actores del mundo penal siempre presionados por bandos, pero también ellos mismos siendo jugadores del partido, obligados por su propia realidad, y nunca son jugadores sólo ideológicos. 

Eso el libro lo deja claro: nunca pone, por ejemplo, a los guardiacárceles como villanos convencidos de la peor versión de la represión, sino que los entiende como jugadores del sistema ubicados en una situación de incentivos muy distinta a la de otros actores. Como abogados, políticos, jueces o activistas de derechos humanos, los guardiacárceles tienen una realidad particular. Si hubiera activistas que quisieran que directamente no hubiera guardiacárceles (porque desprecian sus incentivos), o, para el caso, tampoco cárceles, la propuesta agonista del libro no los consiente sino que los ve como actores más de la disputa, con sus ideas, intereses e incentivos. Uno agradece también, como lector, que nadie se convierta en héroe ni nadie en villano en esta historia. 

Simpleza y emoción 

Antes de terminar, una pequeña salvedad. A pesar de que acuerdo con la perspectiva agonista en general, no sólo en este ámbito sino en otros de las ciencias sociales, debo confesar que leyendo este libro temí que quizás, en un punto, termina pecando por demasiado obvia y así poco explicativa. Al final, cualquier suceso social puede ser descrito como una disputa entre ideales, intereses y grupos en pugna: desde un grupo de amigos hasta la Unión Europea, pasando por el consorcio del edificio o un gabinete de ministros. 

Los autores hacen el esfuerzo de mostrar al sistema penal estadounidense como un lugar donde, dada la diversidad institucional, económica, social, racial y étnica de cada estado, esta perspectiva es especialmente aplicable. Esta diversidad le daría mejor contexto a la disputa. Pero ese argumento no termina de ser convincente y uno termina ¿Por qué y cómo castigamos? con la sensación de que todo problema del sistema penal se explica repitiendo que, en ese momento, en esa época, había grupos en pugna. Esa idea, piensa uno como lector, es demasiado simple para explicar todo. 

Pero quizás ese problema no sea sólo del libro sino algo más grande del mundo universitario. Quizás sea mejor hacer, de nuevo, una diferenciación entre el lector académico y el lector común en este punto. Para el académico actual esa simpleza puede ser festejable: la teoría es directa y cierra por todos lados. Para el lector común el libro termina con poca emoción. Yo, que estoy en el medio, puedo pedir de la academia, a la que este libro pertenece, un poco más de emoción. En un época la tenía más que ahora. Creo que se la puede permitir y que le beneficiaría.

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Manuel M. Novillo

Licenciado en Filosofía (UNT). Máster en Ciencia Política (NYU). Docente universitario e investigador doctoral del CONICET. Vive en Tucumán.

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