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El ambientalismo enfrenta una crisis de sentido y de comunicación. Durante décadas ha intentado transformar los hábitos de consumo y producción de las sociedades a través de discursos moralizantes, culpando a individuos y empresas por la degradación del planeta. ¿Ha funcionado esta estrategia? Lo que seguro ha generado es una reacción política en sentido opuesto. Las nuevas derechas que ganaron elecciones, con Javier Milei y Donald Trump a la cabeza, han convertido el escepticismo climático en una bandera, no tanto a través de argumentaciones racionales sobre energía o economía sino más enfocados en una rebeldía directa contra la moralina progresista que intentaba imponer su visión del mundo a fuerza de culpa y censura.
Una pista para salvar la agenda ambiental puede estar en la teoría económica clásica liberal, según la cual los seres humanos intercambian por interés y no por lazos de familia o devoción religiosa. El cambio ambiental, por lo tanto, no puede basarse en el sermón, sino en incentivos concretos que hagan conveniente (no sólo virtuosa) la transición energética hacia modelos sostenibles. Es decir, alejar la agenda ambiental del prejuicio woke que hoy la opaca.
Un ejemplo paradigmático de todo esto es la energía. En Argentina, el sistema de subsidios energéticos populistas ha generado un incentivo perverso: la energía barata desalienta la eficiencia y la adopción de energías renovables. Cuando el gas y la electricidad cuestan centavos, ¿quién se va a preocupar por instalar paneles solares o mejorar el aislamiento térmico de su casa? En cambio, si los precios reflejaran los costos reales, habría un mercado natural para energías limpias y eficientes. Los países que han logrado transiciones exitosas hacia renovables lo han hecho a través de incentivos bien diseñados, como tarifas diferenciadas o exenciones fiscales para quienes invierten en eficiencia energética.
Además, la política de subsidios energéticos, lejos de favorecer la equidad, ha beneficiado a quienes más consumen.
Además, la política de subsidios energéticos, lejos de favorecer la equidad, ha beneficiado a quienes más consumen. El sector de mayores ingresos ha accedido en estas décadas a tarifas irrisorias y no no ha tenido ningún incentivo para reducir su consumo o mejorar su eficiencia. Mientras tanto, el Estado sigue (ahora menos) destinando recursos a una estructura de subsidios insostenible que, en el largo plazo, ahoga cualquier posibilidad de inversión en energías renovables.
La solución no pasa por eliminar los subsidios de golpe, sino por rediseñarlos de manera inteligente. Un esquema de tarifas progresivas podría incentivar a los consumidores a reducir su consumo de energía. Asimismo, se podría destinar parte de esos fondos a subsidios focalizados en energías renovables, promoviendo la instalación de paneles solares o la compra de electrodomésticos eficientes. Es clave dejar de subsidiar el despilfarro y empezar a premiar la eficiencia.
Reciclaje culposo
Otro caso es el reciclaje. En muchos países se ha intentado promoverlo como un acto de “conciencia” o “responsabilidad social”. Pero la realidad es que la separación de residuos solo ha sido exitosa donde hay un incentivo tangible para el ciudadano. En Alemania, por ejemplo, los envases tienen un depósito reembolsable que incentiva su devolución. En Argentina, en cambio, la política de reciclaje se ha basado en la apelación moral, dejando que cartoneros y recuperadores urbanos sean los verdaderos engranajes del sistema, sin una estructura económica formal que los respalde, sostenido apenas por un voluntarismo poco eficaz.
Si los envases reciclables tienen un valor de mercado, ¿por qué no pagarlo? Si un vecino sabe que al separar correctamente sus residuos podría recibir un beneficio directo, la tasa de reciclaje se dispararía. Pero el discurso activista dominante prefiere insistir en la “conciencia ambiental”, como si el reciclaje fuese una penitencia ecológica en lugar de una oportunidad de negocio. Y así, seguimos viendo residuos valiosos en la basura, mientras el reciclaje solo prospera en la informalidad.
El discurso activista dominante prefiere insistir en la “conciencia ambiental”, como si el reciclaje fuese una penitencia ecológica.
A esto se suma el problema de la infraestructura. Separar los residuos en origen es apenas el primer paso. Sin una cadena de logística eficiente y mercados bien estructurados, la buena voluntad del ciudadano queda en un limbo. Necesitamos un sistema donde cada botella, lata o envase tenga un precio claro y un mercado dispuesto a comprarlos. Las ciudades podrían crear centros de acopio donde el ciudadano reciba un pago inmediato por sus residuos reciclables, generando un incentivo directo y efectivo.
De esta manera el costo ambiental de enterrar los residuos en rellenos, con el lixiviado, la polución del transporte y la huella de carbono asociada, se podría reducir generando un beneficio a la comunidad toda. Pero es necesario cuantificar, monetizar y generar un incentivo.
Pensar en grande
Si queremos que el ambientalismo deje de ser una causa de nicho y se convierta en una revolución pragmática, necesitamos abandonar el tono acusatorio y pensar en estructuras de incentivos reales. La gente no va a cambiar sus hábitos porque un activista le grite en la cara. Pero sí lo hará si reciclar le genera ingresos, si ahorrar energía le resulta más barato y si usar renovables es más conveniente que seguir atado a combustibles fósiles.
Es cierto que la economía sostenible enfrenta la oposición de las grandes corporaciones petroleras, que poseen una inmensa capacidad de lobby. La industria de los hidrocarburos es una de las más subsidiadas a nivel mundial. El campo de juego está desnivelado, pero esta situación siempre ha sido una constante en la historia de las grandes transformaciones. Por eso es necesario redoblar esfuerzos en creatividad e innovación para ofrecerle opciones sostenibles a los consumidores, las empresas y los países.
El ambientalismo tiene que aprender del mercado. Las revoluciones tecnológicas no se impusieron con sermones.
El ambientalismo tiene que aprender del mercado. Las revoluciones tecnológicas no se impusieron con sermones, sino con incentivos claros. El fin de la esclavitud no hubiera sido posible sin la tecnología de la maquina a vapor y la necesidad de un mercado de intercambio entre personas libres. Nadie adoptó el teléfono celular por un mandato moral, sino porque le facilitaba la vida. El crecimiento del mercado energético MATER (mercado de venta de energía renovable entre privados) en Argentina es un ejemplo de eso. Si queremos un futuro sostenible, el cambio tiene que ser rentable, cómodo y atractivo.
Por otro lado, buena parte de la oposición al ambientalismo no se basa en un análisis económico, sino en un reflejo cultural de rechazo a lo que ven como una agenda ideológica impuesta. Por lo tanto, si quienes defendemos la transición energética somos creativos tenemos una gran oportunidad. En este contexto, el ambientalismo debe alejarse del dogmatismo woke y encontrar un camino liberal, basado en incentivos, no en imposiciones.
El verdadero desafío del ambientalismo no es moralizar, sino proponer un modelo de desarrollo productivo con beneficios económicos, ambientales y sociales tangibles, proponer un futuro donde la opción sustentable sea la más eficiente, la más conveniente, la más económica, la más cool, la más sexy, la mas verde o lo que la gente (el público) busque y elija. Sin creatividad e innovación no se podrán generar los cambios que queremos y necesitamos.
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